24 VAGONES Y UN MATE DULSE (Capitulo I)


I

REFRESCANDO IDEAS

-¿Puedo ayudarlo con algo señor?

-No, pero gracias por preguntar.

-¿Está usted seguro? Quiero decir… No me gustaría enterarme de que uno de mis clientes tuvo que recuperarse de una neumonía después de concluir nuestro viaje -comento la sonriente sargento sin quitarle los ojos de encima- No al menos si puedo ayudar a evitar ese malestar.

-”Gentil y con mucho tacto”, pensó

No todo el tiempo se cruzan en nuestra vidas personas de alto rango o posición que opten por pedir amable y cortésmente las cosas. Tanto más en este caso; no solo eras su obligación mantenerlo fuera de peligro y asistirle a bordo, sino que, además, cuidar de él resultaba ser un compromiso moral con la humanidad en general. Después de todo, su presencia era imprescindible. Por otro lado, viajaban en un tren militar fruto de los bien pagados impuestos, y se encontraba parado en el borde de la escalera del ultimo vagón. Un paso en falso y ya no daría un segundo.

-Solo permítame dos minutos, sargento. Volveré adentro apenas aclare un poco mis ideas.

-Es bueno saber que posee esa habilidad, señor.

-¿Habilidad? ¿A que se refiere usted? ¿Cual habilidad?

-La de controlar la duración de sus pensamientos -respondió con alegre sarcasmo.

Su negra pupila contrastaba profundamente en aquel radiante iris que hipnotizaba cual majestuoso zafiro. Remolinos de viento furioso deshilachaban parte del cabello expuesto sobre su cuello desnudo, mientras el resto aguardaba protegido en un nítido y apretado torniquete bajo la elegante boina azul. Tras secar su húmeda nariz impactada por el violento clima andino, intento luchar en vano por quitar un rizo de aquel negro mechón que se escabullía de su tibio refugio para incrustarse en el mojado corte de sus finos labios.

Sintiendo que era examinada bajo una curiosa mirada, frunció rápidamente el arco de sus delicadas cejas y, enderezando su bien entrenado semblante militar, abrió de nuevo la puerta trasera del vagón.

Solo no se demore demasiado. No desearía obligarlo.

Apenas estiro su cuello para observar el frente del convoy, el gélido aire golpeo su varonil rostro con gran cólera. El mismo bordeaba la montaña en un ángulo muy cerrado.

Veinticuatro vagones tirados por dos potentes locomotoras mono-rieles de levitación electromagnética que surcaban las montañas de los Andes a más de 180 kilómetros por hora. Dos maquinistas al frente, un científico y él, eran los únicos civiles a bordo. Solo quince vagones iban ocupados, custodiados por un soldado cada uno, mientras los otros nueve restantes aun permanecían vacíos. Hasta el momento, el grupo militar especialmente asignado por la O.C.U. para llevar a cabo esta misión constaba de diecisiete miembros y dos oficiales. Todos eran miembros del legendario Cuerpo de Paz que tuvo sus comienzos hace mas de 190 años, bajo el mando de la entonces mediadora de paz mundial, la disuelta O.N.U. Se les conoce como Boinas Azules. Cada uno de ellos, entrenados hombres y mujeres, era responsables por la protección y seguridad de los valiosos artículos recolectados a lo largo de nuestra travesía transcontinental y que fueran depositados individualmente en cada vagón. Permanecían bajo su custodia las 24 horas del día. Tanto el científico como él solo podrían entrar a los vagones para las pruebas, investigación y análisis pertinentes, pero sin posibilidad de retirarlos del mismo.

Sus carreras, incluso sus vidas, mismas dependían del este largo e incierto viaje. ¿Eran los mejores entrenados? No. ¿Los mejores pagados? Tampoco. ¿Los únicos voluntarios? Quizás. Ciertamente, nada parecía seguro cuando se detenía a pensar en cómo la O.C.U los había seleccionado. Lo único evidente en todo ello era que estaban plenamente convencidos de que nada les haría perder de vista sus preciados objetos; 16 millones de personas dependían de ello. Incluido sus familiares y amigos más cercanos. 

Dio una ultima mordida a la barra energética que se derretía en su mano. Le pareció deliciosa. Una dulce y suave combinación de almendras, chocolate, nueces, café y quien sabe que otro ingrediente “modificado genéticamente para no dañar el esmalte de los dientes”, según alcanzó a leer en el empaque.

Un muy brillante invento”, pensó. Después de todo ¿que soldado desearía dejar su valiosa posición en medio de un combate debido a un inoportuno dolor de muelas? Pero la mejor parte, más allá de que fuera o no completamente sintética, era que no sabía a plástico ni a cartón mojado como el resto de las comidas militares que venían “tragando” por las pasadas semanas. Ciertamente, no podría decirse que en ese sentido estaban siendo agasajados (en ninguno otro sentido tampoco). Aunque a diferencia de muchos estómagos vacíos en el mundo, ellos tenían como calmar los dolores que el hambre y la incertidumbre producen.

La escasees de alimento mundial había pasado de código NARANJA a código ROJO hacía ya tres años. Con lo cual, tanto las tropas militares como otras fuerzas del orden, estaban consumiendo lo mejor que se podía obtener en esta crisis: comidas preparadas en laboratorios. Píldoras, jugos, barras energéticas, cremas y cuanto químico pudiera llamarse almuerzo o cena, habían suplantado a la pasta de los domingos y a los huevos revueltos de las mañanas. 

¿Cuanto más les tocaría perder? ¿Cuanto más les tocaría soportar? ¿Encontrarían la cura? Y si así fuera, ¿quedaría algo que salvar? Saber si hacían lo correcto o solo participaban de una carrera sin meta final mientras eran observados por miles de millones, no dejaba de torturar sus más intrincados pensamientos. Ese demente. ¿Estaría solo vengando su mala fama, haciendo que todos ellos quedaran en ridículo? ¿O acaso hablaba en serio?

Decidió entrar. El aire helado perforaba ferozmente sus vías respiratorias y pronto tendría una irritación en su garganta. Una vez adentro, dos gotas tibias se deslizaron por sus mejillas revelando la intensidad del clima exterior. La cuenca de los ojos estaba hinchada y con una tonalidad oscura y enfermiza. El reflejo en la ventana junto a la puerta no mentía. La falta de sueño, producto de las largas charlas con su Trinidad, estaba matándolo.

El ultimo vagón era el Hogar. Contaba con una pequeña cocina-comedor, una barra de bar, dos dormitorios con literas dobles, un baño con ducha, una despensa y un pequeño deposito. Al frente una puerta los conectaba con el resto de los vagones por una serie de pasillos, mientras al fondo estaba la salida que él había utilizado para ingresar desde el exterior.

Diseñado para desplazarse en los antiguos túneles ferroviarios bajo las profundidades oceánicas, el humilde Hogar contaba con un sistema de navegación y propulsión independiente; algo muy útil en el fatídico caso de que se perdiera la conexión con las locomotoras principales del convoy.

Tan pronto se quito el grueso abrigo -una piel de oso polar, obsequio de un viejo amigo- se acomodo pesadamente el banquillo del bar. Apoyado sobre sus codos, buscaba algo de alivio sosteniendo sus sienes entre los dedos indices y medios de cada mano. El aire gélido, su omnipresente preocupación y la altitud andina, presionaban a reventar las dos pequeñas venas que le sobresalían abruptamente en ambos lados de la cabeza. Frotando suavemente en círculos, intentaba liberar un poco la presión que su frenético latir parecía incrementar a cada segundo con punzante y peligroso ritmo.

-¿Puedo ofrecerle algo de tomar, señor?

Aun sin levantar la mirada pudo reconocer de inmediato que esa voz no era la del oficial que normalmente atendía el bar. En primer lugar porque había sido este ultimo sujeto quien, con voz profunda e imperativa, había logrado que se golpeara la cabeza al despertarlo sorpresívamente con el desayuno. ¡A las tres de la madrugada! Y en segundo lugar, dicha voz provenía de una dulce y atrayente voz que logro cautivar su atención minutos antes de entrar.

-Bueno sargento, imagino que no tiene chocolate caliente para reconfortar un alma con frio, así que… Café con crema y azúcar será suficiente.

-En realidad, para ser honesta -contesto acercando una taza a su lado- tengo de ambas, señor.

-Interesante. Pues,siendo así, bienvenida sea esa taza de chocolate, sargento.

El meloso aroma empalago mis sentidos. Nadie dudaría del origen realmente tropical de esta mezcla. Semilla de cacao vírgenes, sin alterar. Difíciles de ver, difíciles de conseguir. Pocas especies vegetales tuvieron ese privilegio. Capricho de la naturaleza, según algunos expertos. Composición genética, según la mía.

-¿Como va su migraña esta mañana, señor?

-Igual. Entre la altitud y mi trinidad

-¿Su trinidad?

-Sí, así nombre a mi subconsciente. Es una larga historia. Necesitare mas de una taza de chocolate para que logre cantarla con este dolor de cabeza.

-Bueno, tendré que aguantar mi entusiasmo entonces -comento la sargento mientras le mostraba el recipiente ahora vacío donde había calentado aquella deliciosa mezcla- Ya no hay mas por hoy.

-Lastima. ¿Cuanto tiempo resta para alcanzar nuestro próximo destino, sargento?

-No mas de ocho minutos, señor. Tiempo suficiente como para terminar su bebida.

-Que bueno es saberlo -respondió con agrado, mientras volvía a incorporarse- ¿Nos vemos luego, sargento?

-Como todos los días desde hacer varias semanas… ¿no? -asintió con cierto asombro. Por alguna razón, su comentario le dejo esa sensación que produce el ser descubierto en medio de una enorme multitud.

-Ah… Sí, claro. Nos vemos luego. -No todos los días cabe la posibilidad de jugar al tonto sin palabras.

Por cierto, mi nombre es Sofia.